La Purificación del Templo

La Purificación del Templo

(Lunes)

Texto Extraído de la palabra de Dios en San Mateo 21:12-13 y del Libro El Deseado de todas las Gentes 

“Después de esto descendió a Capernaúm, él, y su madre, y hermanos, y discípulos; y estuvieron allí no muchos días. Y estaba cerca la Pascua de los Judíos; y subió Jesús a Jerusalem.”

En este viaje, Jesús se unió a una de las grandes compañías que se dirigían a la capital. No había anunciado todavía públicamente su misión, e iba inadvertido entre la muchedumbre. En tales ocasiones, el advenimiento del Mesías, que había adquirido tanta preeminencia debido al ministerio de Juan, era a menudo el tema de conversación. La esperanza de grandeza nacional se mencionaba con fogoso entusiasmo. Jesús sabía que esta esperanza iba a quedar frustrada, porque se fundaba en una interpretación equivocada de las Escrituras. Con profundo fervor, explicaba las profecías, y trataba de invitar al pueblo a estudiar más detenidamente la Palabra de Dios.

Los dirigentes judíos habían enseñado al pueblo que en Jerusalén se les indicaba cómo adorar a Dios. Allí, durante la semana de Pascua, se congregaban grandes muchedumbres que venían de todas partes de Palestina, y aun de países lejanos. Los atrios del templo se llenaban de una multitud promiscua. Muchos no podían traer consigo los sacrificios que habían de ser ofrecidos en representación del gran Sacrificio. Para comodidad de los tales, se compraban y vendían animales en el atrio exterior del templo. Allí se congregaban todas las clases del pueblo para comprar sus ofrendas. Allí se cambiaba el dinero extranjero por la moneda del santuario.

Se requería que cada judío pagase anualmente medio siclo como “el rescate de su persona,” y el dinero así recolectado se usaba para el sostén del templo. Además de eso, se traían grandes sumas como ofrendas voluntarias, que eran depositadas en el tesoro del templo. Y era necesario que toda moneda extranjera fuese cambiada por otra que se llamaba el siclo del templo, que era aceptado para el servicio del santuario. El cambio de dinero daba oportunidad al fraude y la extorsión, y se había transformado en un vergonzoso tráfico, que era fuente de renta para los sacerdotes.

Los negociantes pedían precios exorbitantes por los animales que vendían, y compartían sus ganancias con los sacerdotes y gobernantes, quienes se enriquecían así a expensas del pueblo. Se había enseñado a los adoradores a creer que si no ofrecían sacrificios, la bendición de Dios no descansaría sobre sus hijos o sus tierras. Así se podía obtener un precio elevado por los animales, porque después de haber venido de tan lejos, la gente no quería volver a sus hogares sin cumplir el acto de devoción para el cual había venido.

En ocasión de la Pascua, se ofrecía gran número de sacrificios, y las ventas realizadas en el templo eran muy cuantiosas. La confusión consiguiente daba la impresión de una ruidosa feria de ganado, más bien que del sagrado templo de Dios. Podían oírse voces agudas que regateaban, el mugido del ganado vacuno, los balidos de las ovejas, el arrullo de las palomas, mezclado con el ruido de las monedas y de disputas airadas. La confusión era tanta que perturbaba a los adoradores, y las palabras dirigidas al Altísimo quedaban ahogadas por el tumulto que invadía el templo. Los judíos eran excesivamente orgullosos de su piedad. Se regocijaban de su templo, y consideraban como blasfemia cualquier palabra pronunciada contra él; eran muy rigurosos en el cumplimiento de las ceremonias relacionadas con él; pero el amor al dinero había prevalecido sobre sus escrúpulos. Apenas se daban cuenta de cuán lejos se habían apartado del propósito original del servicio instituido por Dios mismo.

Cuando el Señor descendió sobre el monte Sinaí, ese lugar quedó consagrado por su presencia. Moisés recibió la orden de poner límites alrededor del monte y santificarlo, y se oyó la voz del Señor pronunciar esta amonestación: “Guardaos, no subáis al monte, ni toquéis a su término: cualquiera que tocare el monte, de seguro morirá: No le tocará mano, mas será apedreado o asaeteado; sea animal o sea hombre, no vivirá.” Así fué enseñada la lección de que dondequiera que Dios manifieste su presencia, ese lugar es santo. Las dependencias del templo de Dios debieran haberse considerado sagradas. Pero en la lucha para obtener ganancias, todo esto se perdió de vista.

Los sacerdotes y gobernantes eran llamados a ser representantes de Dios ante la nación. Debieran haber corregido los abusos que se cometían en el atrio del templo. Debieran haber dado a la gente un ejemplo de integridad y compasión. En vez de buscar sus propias ganancias, debieran haber considerado la situación y las necesidades de los adoradores, y debieran haber estado dispuestos a ayudar a aquellos que no podían comprar los sacrificios requeridos. Pero no obraban así. La avaricia había endurecido sus corazones.

Acudían a esta fiesta los que sufrían, los que se hallaban en necesidad y angustia. Estaban allí los ciegos, los cojos, los sordos. Algunos eran traídos sobre camillas. Muchos de los que venían eran demasiado pobres para comprarse la más humilde ofrenda para Jehová, o aun para comprarse alimentos con que satisfacer el hambre. A todos ellos les causaban gran angustia las declaraciones de los sacerdotes. Estos se jactaban de su piedad; aseveraban ser los guardianes del pueblo; pero carecían en absoluto de simpatía y compasión. En vano los pobres, los enfermos, los moribundos, pedían su favor. Sus sufrimientos no despertaban piedad en el corazón de los sacerdotes.

Al entrar Jesús en el templo, su mirada abarcó toda la escena. Vió las transacciones injustas. Vió la angustia de los pobres, que pensaban que sin derramamiento de sangre no podían ser perdonados sus pecados. Vió el atrio exterior de su templo convertido en un lugar de tráfico profano. El sagrado recinto se había transformado en una vasta lonja.

Cristo vió que algo debía hacerse. Habían sido impuestas numerosas ceremonias al pueblo, sin la debida instrucción acerca de su significado. Los adoradores ofrecían sus sacrificios sin comprender que prefiguraban al único sacrificio perfecto. Y entre ellos, sin que se le reconociese ni honrase, estaba Aquel al cual simbolizaba todo el ceremonial. El había dado instrucciones acerca de las ofrendas. Comprendía su valor simbólico, y veía que ahora habían sido pervertidas y mal interpretadas. El culto espiritual estaba desapareciendo rápidamente. Ningún vínculo unía a los sacerdotes y gobernantes con su Dios. La obra de Cristo consistía en establecer un culto completamente diferente.

Con mirada escrutadora, Cristo abarcó la escena que se extendía delante de él mientras estaba de pie sobre las gradas del atrio del templo. Con mirada profética vió lo futuro, abarcando no sólo años, sino siglos y edades. Vió cómo los sacerdotes y gobernantes privarían a los menesterosos de su derecho, y prohibirían que el Evangelio se predicase a los pobres. Vió cómo el amor de Dios sería ocultado de los pecadores, y los hombres traficarían con su gracia. Y al contemplar la escena, la indignación, la autoridad y el poder se expresaron en su semblante. La atención de la gente fué atraída hacia él. Los ojos de los que se dedicaban a su tráfico profano se clavaron en su rostro. No podían retraer la mirada. Sentían que este hombre leía sus pensamientos más íntimos y descubría sus motivos ocultos. Algunos intentaron esconder la cara, como si en ella estuviesen escritas sus malas acciones, para ser leídas por aquellos ojos escrutadores.

La confusión se acalló. Cesó el ruido del tráfico y de los negocios. El silencio se hizo penoso. Un sentimiento de pavor dominó a la asamblea. Fué como si hubiese comparecido ante el tribunal de Dios para responder de sus hechos. Mirando a Cristo, todos vieron la divinidad que fulguraba a través del manto de la humanidad. La Majestad del cielo estaba allí como el Juez que se presentará en el día final, y aunque no la rodeaba esa gloria que la acompañará entonces, tenía el mismo poder de leer el alma. Sus ojos recorrían toda la multitud, posándose en cada uno de los presentes. Su persona parecía elevarse sobre todos con imponente dignidad, y una luz divina iluminaba su rostro. Habló, y su voz clara y penetrante—la misma que sobre el monte Sinaí había proclamado la ley que los sacerdotes y príncipes estaban transgrediendo,—se oyó repercutir por las bóvedas del templo: “Quitad de aquí esto, y no hagáis la casa de mi Padre casa de mercado.”

Descendiendo lentamente de las gradas y alzando el látigo de cuerdas que había recogido al entrar en el recinto, ordenó a la hueste de traficantes que se apartase de las dependencias del templo. Con un celo y una severidad que nunca manifestó antes, derribó las mesas de los cambiadores. Las monedas cayeron, y dejaron oír su sonido metálico en el pavimento de mármol. Nadie pretendió poner en duda su autoridad. Nadie se atrevió a detenerse para recoger las ganancias ilícitas. Jesús no los hirió con el látigo de cuerdas, pero en su mano el sencillo látigo parecía ser una flamígera espada. Los oficiales del templo, los sacerdotes especuladores, los cambiadores y los negociantes en ganado, huyeron del lugar con sus ovejas y bueyes, dominados por un solo pensamiento: el de escapar a la condenación de su presencia.

El pánico se apoderó de la multitud, que sentía el predominio de su divinidad. Gritos de terror escaparon de centenares de labios pálidos. Aun los discípulos temblaron. Les causaron pavor las palabras y los modales de Jesús, tan diferentes de su conducta común. Recordaron que se había escrito acerca de él: “Me consumió el celo de tu casa.” Pronto la tumultuosa muchedumbre fué alejada del templo del Señor con toda su mercadería. Los atrios quedaron libres de todo tráfico profano, y sobre la escena de confusión descendió un profundo y solemne silencio. La presencia del Señor, que antiguamente santificara el monte, había hecho sagrado el templo levantado en su honor.

En la purificación del templo, Jesús anunció su misión como Mesías y comenzó su obra. Aquel templo, erigido para morada de la presencia divina, estaba destinado a ser una lección objetiva para Israel y para el mundo. Desde las edades eternas, había sido el propósito de Dios que todo ser creado, desde el resplandeciente y santo serafín hasta el hombre, fuese un templo para que en él habitase el Creador. A causa del pecado, la humanidad había dejado de ser templo de Dios. Ensombrecido y contaminado por el pecado, el corazón del hombre no revelaba la gloria del Ser divino. Pero por la encarnación del Hijo de Dios, se cumple el propósito del Cielo. Dios mora en la humanidad, y mediante la gracia salvadora, el corazón del hombre vuelve a ser su templo. Dios quería que el templo de Jerusalén fuese un testimonio continuo del alto destino ofrecido a cada alma. Pero los judíos no habían comprendido el significado del edificio que consideraban con tanto orgullo. No se entregaban a sí mismos como santuarios del Espíritu divino. Los atrios del templo de Jerusalén, llenos del tumulto de un tráfico profano, representaban con demasiada exactitud el templo del corazón, contaminado por la presencia de las pasiones sensuales y de los pensamientos profanos. Al limpiar el templo de los compradores y vendedores mundanales, Jesús anunció su misión de limpiar el corazón de la contaminación del pecado—de los deseos terrenales, de las concupiscencias egoístas, de los malos hábitos, que corrompen el alma. “Vendrá a su templo el Señor a quien vosotros buscáis, y el ángel del pacto, a quien deseáis vosotros. He aquí viene, ha dicho Jehová de los ejércitos. ¿Y quién podrá sufrir el tiempo de su venida? o ¿quién podrá estar cuando él se mostrará? Porque él es como fuego purificador, y como jabón de lavadores. Y sentarse ha para afinar y limpiar la plata: porque limpiará los hijos de Leví, los afinará como a oro y como a plata.” “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Si alguno violare el templo de Dios, Dios destruirá al tal: porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es.” Ningún hombre puede de por sí echar las malas huestes que se han posesionado del corazón. Sólo Cristo puede purificar el templo del alma. Pero no forzará la entrada. No viene a los corazones como antaño a su templo, sino que dice: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo: si alguno oyere mi voz y abriere la puerta, entraré a él.” El vendrá, no solamente por un día; porque dice: “Habitaré y andaré en ellos; … y ellos serán mi pueblo.” “El sujetará nuestras iniquidades, y echará en los profundos de la mar todos nuestros pecados.” Su presencia limpiará y santificará el alma, de manera que pueda ser un templo santo para el Señor, y una “morada de Dios, en virtud del Espíritu.”

Dominados por el terror, los sacerdotes y príncipes habían huído del atrio del templo, y de la mirada escrutadora que leía sus corazones. Mientras huían, se encontraron con otros que se dirigían al templo y les aconsejaron que se volvieran, diciéndoles lo que habían visto y oído. Cristo miró anhelante a los hombres que huían, compadeciéndose de su temor y de su ignorancia de lo que constituía el verdadero culto. En esta escena veía simbolizada la dispersión de toda la nación judía, por causa de su maldad e impenitencia.

¿Y por qué huyeron los sacerdotes del templo? ¿Por qué no le hicieron frente? El que les ordenaba que se fuesen era hijo de un carpintero, un pobre galileo, sin jerarquía ni poder terrenales. ¿Por qué no le resistieron? ¿Por qué abandonaron la ganancia tan mal adquirida y huyeron a la orden de una persona de tan humilde apariencia externa?

Cristo hablaba con la autoridad de un rey, y en su aspecto y en el tono de su voz había algo a lo cual no podían resistir. Al oír la orden, se dieron cuenta, como nunca antes, de su verdadera situación de hipócritas y ladrones. Cuando la divinidad fulguró a través de la humanidad, no sólo vieron indignación en el semblante de Cristo; se dieron cuenta del significado de sus palabras. Se sintieron como delante del trono del Juez eterno, como oyendo su sentencia para ese tiempo y la eternidad. Por el momento, quedaron convencidos de que Cristo era profeta; y muchos creyeron que era el Mesías. El Espíritu Santo les recordó vívidamente las declaraciones de los profetas acerca del Cristo. ¿Cederían a esta convicción?

No quisieron arrepentirse. Sabían que se había despertado la simpatía de Cristo hacia los pobres. Sabían que ellos habían sido culpables de extorsión en su trato con la gente. Por cuanto Cristo discernía sus pensamientos, le odiaban. Su reprensión en público humillaba su orgullo y sentían celos de su creciente influencia con la gente. Resolvieron desafiarle acerca del poder por el cual los había echado, y acerca de quién le había dado esta autoridad.

Pensativos, pero con odio en el corazón, volvieron lentamente al templo. Pero ¡qué cambio se había verificado durante su ausencia! Cuando ellos huyeron, los pobres quedaron atrás; y éstos estaban ahora mirando a Jesús, cuyo rostro expresaba su amor y simpatía. Con lágrimas en los ojos, decía a los temblorosos que le rodeaban: No temáis; yo os libraré, y vosotros me glorificaréis. Por esta causa he venido al mundo.

La gente se agolpaba en la presencia de Cristo con súplicas urgentes y lastimeras, diciendo: Maestro, bendíceme. Su oído atendía cada clamor. Con una compasión que superaba a la de una madre, se inclinaba sobre los pequeñuelos que sufrían. Todos recibían atención. Cada uno quedaba sano de cualquier enfermedad que tuviera. Los mudos abrían sus labios en alabanzas; los ciegos contemplaban el rostro de su Sanador. El corazón de los dolientes era alegrado.

Mientras los sacerdotes y oficiales del templo presenciaban esta obra, ¡qué revelación fueron para ellos los sonidos que llegaban a sus oídos! Los concurrentes relataban la historia del dolor que habían sufrido, de sus esperanzas frustradas, de los días penosos y de las noches de insomnio; y de cómo, cuando parecía haberse apagado la última chispa de esperanza, Cristo los había sanado. La carga era muy pesada, decía uno; pero he encontrado un Ayudador. Es el Cristo de Dios, y dedicaré mi vida a su servicio. Había padres que decían a sus hijos: El salvó vuestra vida; alzad vuestras voces y alabadle. Las voces de niños y jóvenes, de padres y madres, de amigos y espectadores, se unían en agradecimiento y alabanza. La esperanza y la alegría llenaban los corazones. La paz embargaba los ánimos. Estaban sanos de alma y cuerpo, y volvieron a sus casas proclamando por doquiera el amor sin par de Jesús.

En ocasión de la crucifixión de Cristo, los que habían sido sanados no se unieron con la turba para clamar: “¡Crucifícale! ¡crucifícale!” Sus simpatías acompañaban a Jesús; porque habían sentido su gran simpatía y su poder admirable. Le conocían como su Salvador; porque él les había dado salud del cuerpo y del alma. Escucharon la predicación de los apóstoles, y la entrada de la palabra de Dios en su corazón les dió entendimiento. Llegaron a ser agentes de la misericordia de Dios, e instrumentos de su salvación.

Los que habían huído del atrio del templo volvieron poco a poco después de un tiempo. Habían dominado parcialmente el pánico que se había apoderado de ellos, pero sus rostros expresaban irresolución y timidez. Miraban con asombro las obras de Jesús y quedaron convencidos de que en él se cumplían las profecías concernientes al Mesías. El pecado de la profanación del templo incumbía, en gran medida, a los sacerdotes. Por arreglo suyo, el atrio había sido transformado en un mercado. La gente era comparativamente inocente. Había quedado impresionada por la autoridad divina de Jesús; pero consideraba suprema la influencia de los sacerdotes y gobernantes. Estos miraban la misión de Cristo como una innovación, y ponían en duda su derecho a intervenir en lo que había sido permitido por las autoridades del templo. Se ofendieron porque el tráfico había sido interrumpido, y ahogaron las convicciones del Espíritu Santo.

Sobre todos los demás, los sacerdotes y gobernantes debieran haber visto en Jesús al Ungido del Señor; porque en sus manos estaban los rollos sagrados que describían su misión, y sabían que la purificación del templo era una manifestación de un poder más que humano. Por mucho que odiasen a Jesús, no lograban librarse del pensamiento de que podía ser un profeta enviado por Dios para restaurar la santidad del templo. Con una deferencia nacida de este temor, fueron a preguntarle: “¿Qué señal nos muestras de que haces esto?”

Jesús les había mostrado una señal. Al hacer penetrar la luz en su corazón y al ejecutar delante de ellos las obras que el Mesías debía efectuar, les había dado evidencia convincente de su carácter. Cuando le pidieron una señal, les contestó con una parábola y demostró así que discernía su malicia y veía hasta dónde los conduciría. “Destruid este templo—dijo,—y en tres días lo levantaré.”

El sentido de estas palabras era doble. Jesús aludía no sólo a la destrucción del templo y del culto judaico, sino a su propia muerte: la destrucción del templo de su cuerpo. Los judíos ya estaban maquinando esto. Cuando los sacerdotes y gobernantes volvieron al templo, se proponían matar a Jesús y librarse del perturbador. Sin embargo, cuando desenmascaró ese designio suyo, no le comprendieron. Al interpretar sus palabras las aplicaron solamente al templo de Jerusalén, y con indignación exclamaron: “En cuarenta y seis años fué este templo edificado, ¿y tú en tres días lo levantarás?” Les parecía que Jesús había justificado su incredulidad, y se confirmaron en su decisión de rechazarle.

Cristo no quería que sus palabras fuesen entendidas por los judíos incrédulos, ni siquiera por sus discípulos en ese entonces. Sabía que serían torcidas por sus enemigos, y que las volverían contra él. En ocasión de su juicio, iban a ser presentadas como acusación, y en el Calvario le serían recordadas con escarnio. Pero el explicarlas ahora habría dado a sus discípulos un conocimiento de sus sufrimientos, y les habría impuesto un pesar que no estaban capacitados para soportar. Una explicación habría revelado prematuramente a los judíos el resultado de su prejuicio e incredulidad. Ya habían entrado en una senda que iban a seguir constantemente hasta que le llevaran como un cordero al matadero.

Estas palabras de Cristo fueron pronunciadas por causa de aquellos que iban a creer en él. Sabía que serían repetidas. Siendo pronunciadas en ocasión de la Pascua, llegarían a los oídos de millares de personas y serían llevadas a todas partes del mundo. Después que hubiese resucitado de los muertos, su significado quedaría aclarado. Para muchos, serían evidencia concluyente de su divinidad.

A causa de sus tinieblas espirituales, aun los discípulos de Jesús dejaron con frecuencia de comprender sus lecciones. Pero muchas de estas lecciones les fueron aclaradas por los sucesos subsiguientes. Cuando ya no andaba con ellos, sus palabras sostenían sus corazones.

Con referencia al templo de Jerusalén, las palabras del Salvador: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré,” tenían un significado más profundo que el percibido por los oyentes. Cristo era el fundamento y la vida del templo. Sus servicios eran típicos del sacrificio del Hijo de Dios. El sacerdocio había sido establecido para representar el carácter y la obra mediadora de Cristo. Todo el plan del culto de los sacrificios era una predicción de la muerte del Salvador para redimir al mundo. No habría eficacia en estas ofrendas cuando el gran suceso al cual señalaran durante siglos fuese consumado.

Puesto que toda la economía ritual simbolizaba a Cristo, no tenía valor sin él. Cuando los judíos sellaron su decisión de rechazar a Cristo entregándole a la muerte, rechazaron todo lo que daba significado al templo y sus ceremonias. Su carácter sagrado desapareció. Quedó condenado a la destrucción. Desde ese día los sacrificios rituales y las ceremonias relacionadas con ellos dejaron de tener significado. Como la ofrenda de Caín, no expresaban fe en el Salvador. Al dar muerte a Cristo, los judíos destruyeron virtualmente su templo. Cuando Cristo fué crucificado, el velo interior del templo se rasgó en dos de alto a bajo, indicando que el gran sacrificio final había sido hecho, y que el sistema de los sacrificios rituales había terminado para siempre.

En tres días lo levantaré.” A la muerte del Salvador, las potencias de las tinieblas parecieron prevalecer, y se regocijaron de su victoria. Pero del sepulcro abierto de José, Jesús salió vencedor. “Despojando los principados y las potestades, sacólos a la vergüenza en público, triunfando de ellos en sí mismo.” En virtud de su muerte y resurrección, pasó a ser “ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que el Señor asentó, y no hombre.” Los hombres habían construído el tabernáculo, y luego el templo de los judíos; pero el santuario celestial, del cual el terrenal era una figura, no fué construído por arquitecto humano. “He aquí el varón cuyo nombre es Vástago: [V.M.] … él edificará el templo de Jehová, y él llevará gloria, y se sentará y dominará en su trono, y será sacerdote en su solio.”

El ceremonial de los sacrificios que había señalado a Cristo pasó: pero los ojos de los hombres fueron dirigidos al verdadero sacrificio por los pecados del mundo. Cesó el sacerdocio terrenal, pero miramos a Jesús, mediador del nuevo pacto, y “a la sangre del esparcimiento que habla mejor que la de Abel.” “Aun no estaba descubierto el camino para el santuario, entre tanto que el primer tabernáculo estuviese en pie…. Mas estando ya presente Cristo, pontífice de los bienes que habían de venir, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, … por su propia sangre, entró una sola vez en el santuario, habiendo obtenido eterna redención.”

“Por lo cual puede también salvar eternamente a los que por él se allegan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos.” Aunque el ministerio había de ser trasladado del templo terrenal al celestial, aunque el santuario y nuestro gran Sumo Sacerdote fuesen invisibles para los ojos humanos, los discípulos no habían de sufrir pérdida por ello. No sufrirían interrupción en su comunión, ni disminución de poder por causa de la ausencia del Salvador. Mientras Jesús ministra en el santuario celestial, es siempre por su Espíritu el ministro de la iglesia en la tierra. Está oculto a la vista, pero se cumple la promesa que hiciera al partir: “He aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.” Aunque delega su poder a ministros inferiores, su presencia vivificadora está todavía con su iglesia.

“Por tanto, teniendo un gran Pontífice, … Jesús el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión. Porque no tenemos un Pontífice que no se pueda compadecer de nuestras flaquezas; más tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Lleguémonos pues confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia, y hallar gracia para el oportuno socorro.”

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