La Entrada Triunfal

La Entrada Triunfal en Jerusalén

(Domingo)

Texto Extraído de la palabra de Dios en San Mateo 21:1-11 y  del Libro El Deseado de todas las Gentes

Jesús se iba acercando a Jerusalén para pasar allí la fiesta de la pascua. Iba rodeado de las multitudes que subían también para celebrar en la capital esta gran fiesta anual.

Por orden suya dos de sus discípulos trajeron un pollino de asna para que montado en él entrara en Jerusalén. Pusieron sus mantos encima del pollino y colocaron a su Maestro sobre él.

Cuando la multitud le vió sentado así, prorrumpió en gritos de triunfo que llenaban el aire. Le aclamaron como al Mesías, su Rey. Hacía más de quinientos años que el profeta había predicho este acontecimiento, con las palabras siguientes:

“¡Regocíjate en gran manera, oh hija de Sión! …he aquí que viene a ti tu rey…humilde, y cabalgando sobre un asno, es decir, sobre un pollino, hijo de asna.” Zacarías 9:9.

La multitud crecía rápidamente y todos se sentían conmovidos y alegres. No podían ofrecerle valiosos dones, pero tendieron sus mantos como alfombra en su camino.

Arrancaron hermosas ramas de olivos y palmeras y las esparcieron ante su paso. Se les figuraba que estaban escoltando a Jesús para que tomara posesión del trono de David en Jerusalén.

Nunca antes había permitido el Salvador que sus adherentes le tributasen honores como a un rey. Pero en aquella ocasión quería manifestarse al mundo de una manera especial, como su Redentor.

El Hijo de Dios iba a ser sacrificado por los pecados del hombre. Su muerte había de ser para su iglesia, en todas las edades futuras, objeto de profunda meditación y cuidadoso estudio. Era preciso, por lo tanto, que las miradas de todos los pueblos fueran atraídas hacia él.

Después de semejantes demostraciones, su juicio, condenación y crucifixión no podrían ya ser ocultados al mundo. Era el designio de Dios que todos los acontecimientos de los últimos días de la vida del Salvador fuesen tan notorios y destacados que no hubiera poder capaz de relegarlos al olvido.

En la gran muchedumbre que rodeaba a Jesús se encontraban las pruebas evidentes de su poder milagroso.

Los ciegos a quienes él había dado la vista eran los que ahora guiaban a la comitiva.

Los mudos a quienes había dado el poder de hablar, prorrumpían en los más fuertes hosannas y aclamaciones.

Los tullidos y baldados a quienes había sanado saltaban de gozo y eran los más activos en arrancar palmas y agitarlas delante de él.

Las viudas y los huérfanos alababan el nombre de Jesús por las obras de misericordia que había hecho en su favor.

Los leprosos a quienes había sanado con su palabra extendían ahora sus vestiduras sobre su camino.

Aquellos a quienes la mágica voz del Salvador había resucitado de la muerte estaban también allí.

Y Lázaro cuyo cuerpo había sufrido corrupción en la tumba, pero que ahora gozaba de pleno vigor varonil, iba con la feliz multitud que escoltaba al Salvador a Jerusalén.

Los nuevos grupos que se iban agregando a aquella muchedumbre participaban de la exaltación del momento, y unían sus voces a las demás en vivas de triunfo y alegría que resonaban por montes y valles:

“¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” Mateo 21:9.

Muchos fariseos presenciaron con desagrado esta escena. Sintieron que iban perdiendo el dominio sobre el pueblo. Haciendo uso de su autoridad procuraron hacerlos callar, pero en vano; sus reconvenciones y amenazas sólo aumentaban el entusiasmo de la multitud.

Viendo que no podían dominar al pueblo, se abrieron paso por entre la gente hasta donde estaba Jesús, y le dijeron: “Maestro, reprende a tus discípulos!”

Alegaban que tan ruidosas demostraciones estaban en oposición con las leyes y no serían permitidas por las autoridades.

Jesús les contestó: “¡Os digo que si éstos callasen, las piedras clamarían!” Lucas 19:39, 40.

Esta entrada triunfal estaba ordenada por Dios; había sido anunciada por los profetas y ningún poder humano hubiera podido impedirla. La obra de Dios seguirá siempre adelante, a pesar de todo lo que haga el hombre para estorbarla o aniquilarla.

Cuando la compañía llegó a la cumbre del monte, frente a Jerusalén, todo el esplendor de la ciudad se desplegó ante ella.

La muchedumbre dejó de gritar, embelesada por la repentina visión de tanta belleza. Todas las miradas se fijaron en el Salvador, esperando ver en su rostro la misma admiración que todos sentían.

Jesús se detuvo, una sombra de dolor se extendió sobre su semblante y con asombro vió la gente que estallaba en amargo llanto.

Los que rodeaban al Salvador no comprendían su pesar; pero él lloraba por aquella ciudad que estaba condenada a la destrucción.

Había sido el constante objeto de su afán, y su corazón se llenó de angustia cuando comprendió que pronto iba a convertirse en desolación.

Si su pueblo hubiera escuchado las enseñanzas de Cristo y le hubiera recibido como Salvador, Jerusalén hubiera subsistido para siempre. Hubiera podido llegar a ser reina de naciones, libre con el poder que Dios le hubiera dado.

Jamás hubieran llamado a sus puertas ejércitos hostiles ni los estandartes romanos hubieran ondeado sobre sus muros. Desde Jerusalén la paloma de la paz hubiera tendido el vuelo hacia todas las naciones. Jerusalén hubiera sido la gloria y la corona de la tierra.

Pero los judíos habían rechazado a su Salvador y estaban por crucificar a su Rey. Cuando el sol se hubiera puesto aquella misma noche, la suerte de Jerusalén quedaría sellada para siempre. (Unos cuarenta años después, Jerusalén fué quemada y completamente destruída por el ejército romano.)

Llegó a los gobernantes la noticia de que Jesús se estaba acercando a la ciudad con una gran compañía de adherentes. Salieron pues a su encuentro con la esperanza de poder disolver la muchedumbre. Con ademanes de gran autoridad preguntaron:

“¿Quién es éste?” Mateo 21:10.

Sus discípulos, llenos del Espíritu de inspiración, contestaron: Adán os dirá que es la simiente de la mujer que ha de herir la cabeza de la serpiente.

  • Preguntad a Abrahán, y os dirá que es Melquisedec, Rey de Salem, Rey de paz.

  • Jacob os dirá: Este es Shiloh de la tribu de Judá.

  • Isaías os dirá: Emmanuel, el Admirable, el Consejero, el Dios poderoso, el Padre sempiterno, el Príncipe de paz.

  • Jeremías os dirá: Esta es la Rama de David, el Señor nuestra justicia.

  • Daniel os dirá: Es el Mesías.

  • Oseas os dirá: Es Jehová de los ejércitos, Jehová es su memorial.

  • Juan el Bautista os dirá: He aquí el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo.

  • Nosotros sus discípulos, declaramos que éste es Jesús, el Mesías, el Príncipe de vida, el Redentor.

  • Y aun el príncipe de las tinieblas le reconoce y dice: Yo sé quién eres, el Santo de Dios.

La entrada triunfal se refiere a Jesús llegando a Jerusalén en lo que conocemos como el domingo de ramos, el domingo antes de la crucifixión (Juan 12:1, 12). La historia de la entrada triunfal es uno de los pocos eventos en la vida de Jesús que aparece en los relatos de los cuatro evangelios (Mateo 21:1-17; Marcos 11:1-11; Lucas 19:29-40; Juan 12:12-19). Reuniendo los cuatro relatos, es evidente que la entrada triunfal fue un acontecimiento importante, no sólo para las personas en el tiempo de Jesús, sino para los cristianos a lo largo de la historia. Celebramos el domingo de ramos para recordar esa ocasión trascendental.

Ese día, Jesús entró en Jerusalén sentado sobre un pollino, el cual ningún hombre había montado. Los discípulos extendieron sus mantos sobre el asno para que Jesús se sentara, y las multitudes salieron a darle la bienvenida, tendiendo sus mantos delante de Él, al igual que las ramas de palmeras. Las personas lo aplaudían y lo adoraron como «el rey que viene en nombre del Señor», mientras se dirigía hasta el templo, donde le enseñó a la gente, los sanó y echó fuera a los cambistas y comerciantes que habían hecho de la casa de su Padre, una «cueva de ladrones» (Marcos 11:17).

El propósito de Jesús al desplazarse hacia Jerusalén era hacer pública su declaración de ser su Mesías y el Rey de Israel, en cumplimiento a la profecía del Antiguo Testamento. Mateo dice que el rey que viene sobre un asno fue un cumplimiento exacto de Zacarías 9:9, “Alégrate mucho, hija de Sion; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí tu rey vendrá a ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna». Jesús iba en un asno hacia su ciudad capital, como un rey victorioso y es aclamado por el pueblo como era la costumbre. Las calles de Jerusalén, la ciudad real, están abiertas a Él, y como un rey que sube a su palacio, no un palacio temporal sino el palacio espiritual que es el templo, porque su reino es un reino espiritual, Él recibe la alabanza y la adoración de la gente, porque sólo Él se lo merece. El colocar los mantos fue un acto de homenaje a la realeza (ver 2 Reyes 9:13). Jesús estaba declarando abiertamente a la gente que Él era su Rey y el Mesías que habían estado esperando.

Desafortunadamente, la alabanza que el pueblo derramó sobre Jesús no fue porque le reconocieron como el Salvador de su pecado. Ellos le dieron la bienvenida como el resultado de su deseo de tener un libertador mesiánico, alguien que los llevaría a una rebelión en contra de Roma. Hubo muchos que a pesar de no creer en Cristo como el Salvador, no obstante, pensaron que quizás Jesús podría ser un gran libertador temporal para ellos. Estos son los que lo aplaudieron como rey con sus muchas hosannas, reconociéndolo como el hijo de David, que venía en el nombre del Señor. Pero cuando Jesús no cumplió sus expectativas, cuando Él se negó liderarlos en una rebelión masiva contra los ocupantes romanos, la muchedumbre rápidamente se puso en contra de Él. En solo pocos días, sus hosannas cambiarían a gritos de «¡Crucifícalo!» (Lucas 23:20-21). Quienes lo aplaudieron como héroe, pronto lo rechazarían y abandonarían.

La historia de la entrada triunfal está llena de contrastes, y esos contrastes tienen aplicaciones para los creyentes. Es la historia del rey que vino como un siervo humilde en un asno, no presumiendo en un corcel, no en vestiduras reales, sino con la ropa de los pobres y los humildes. Jesucristo no viene a conquistar a la fuerza como los reyes de la tierra, sino a conquistar con amor, gracia, misericordia, y su propio sacrificio en favor de su pueblo. Su reino no es de ejércitos y de esplendor, sino de humildad y servicio. Él no conquista las naciones, sino los corazones y las mentes. Su mensaje es de paz con Dios, no de una paz temporal. Si Jesús ha hecho una entrada triunfal en nuestros corazones, Él reina ahí en paz y amor. Como sus seguidores, exhibimos las mismas cualidades y el mundo ve el verdadero rey triunfante viviendo y reinando en nosotros.

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